Arq. Hannia Gómez
(tomado de la Revista Integral, Caracas, 1950).
Caracas, como Florencia, ha desarrollado un recurso de autocontemplación urbana
de filiación itálica: el “palcoescenico”. Las colinas del sur, situadas
frente al gran patio de la ciudad y su telón de fondo, son de manera
natural el belvedere monumental de una urbe que, a pesar del caos,
conserva un excelente “lejos”. Basta darse una vuelta por el Fiésole
florentino, entre las colinas de San Miniato y Bellosguardo, para
encontrarse con todo un despliegue de tipologías de la mirada: iglesias
de San Salvatore al Monte, fuertes Belvedere, torres del Observatorio.
Las tipologías caraqueñas, aunque otras, se elaboran sobre el mismo
impulso teatral hacia la ciudad. Este es el sueño que empieza a
esbozarse en Caracas en los años cincuenta: las colinas se empezaron a
urbanizar para mirar.
Pero para que este sueño triunfase, hizo falta una demostración
fehaciente y un promotor que tomase la iniciativa. El “primer trepador
de cerros”, según sus propias palabras, fue Inocente Palacios, el
urbanizador de Colinas de Bello Monte, la suburbia colgante inaugural de
Caracas. Esta urbanización acróbata, fuertemente arraigada en la
estética de los cincuenta, unida al flamante perfil ilustrado de este
promotor, difundió su modelo urbano de desarrollo durante las décadas
siguientes por toda la periferia. 1950 fue la década de oro de la
arquitectura venezolana, cuando el país construía todos y cada uno de
sus sueños de progreso. El sueño caraqueño arrancó de ser el de un solo
caraqueño: el delirio lírico de un promotor empresario.
El magnetismo suburbano arranca con la singular historia de su vida. Su
emigración constante hacia el este, de casa en casa, desde la señorial
casa paterna en el damero colonial hasta su atalaya en Bello Monte, es
una metáfora del desarrollo de la ciudad. Así, en la historia de la
arquitectura y el urbanismo caraqueños Inocente Palacios resulta
legendario. Su pasión por la música, unida a una conexión muy cercana a
la arquitectura brasileña a través de su amistad con Oscar Niemeyer, van
a modelar tanto su visión como su ambición urbanas. “Cuando se
construyó Brasilia”, decía, “Oscar Niemeyer me invitó a presenciarlo.
Esa ciudad la construía un enjambre humano que vivía en las laderas.
Cuando empezó a vivir, se vuelve un ente ficticio colocado en el centro
de aquella otra urbe turbulenta que es la Brasilia de los que la
construyeron. La gran ciudad son las laderas: ahí se formó la verdadera
Brasilia”. Este romanticismo por la vida urbana “en las laderas” se une
al impacto que le produce la casa de Niemeyer: “en el tope de un gran
acantilado, con toda la naturaleza metida dentro...”.
Imágenes que modelarán Bello Monte.
Palacios comienza a dedicarse abiertamente al urbanismo; promotor
cultural vuelto promotor urbano. Ayudado por el arquitecto italiano
Antonio Lombardini, llamado el “arquitecto de colinas”, y un notable
equipo, hace Colinas de Bello Monte. Pronto le sería imposible impedir
el no dejarse llevar por la analogía teatral que le ofrecían sus
terrenos. Lo justificaba diciendo que “en aquellos años, la gente
pensaba que Caracas necesitaba crecer porque el valle le estaba quedando
pequeño”. Un fenómeno que empieza paralelamente también en la ciudad
informal de los barrios, la otra gigantesca vertiente de la periferia
vertical. Era la ilusión horizontal de la ciudad extendida copando
aparentemente el valle.
Es evidente que esa escalada no era tan urgente en la vacía Caracas de
los cincuenta, sino un acto de ilusionismo urbanístico, respaldado por
una innovadora idea de Marketing inmobiliario. Vamos a vender los
billetes de las localidades del teatro. Bello Monte, hasta en su nombre,
se vende como un sitio ideal. En el afiche de promoción de las ventas
de la urbanización se presenta la imagen de las colinas como ondas
superpuestas de colores que fácilmente se pueden tomar por una partitura
musical. Sonaba a ópera de Verdi. Papeles líricos de un club que canta.
Papeles topográficos de una arcadia vertical, de un sviluppo
residenziale.
La vecindad toponímica con Monte Posillipo, Montecassino, Montecatini o
Monticello nos hace imaginarnos a los urbanistas de las colinas uniendo
su epopeya constructora, de tractores orquestados e ingenieros con
batutas, a la épica de la música y a la monumentalidad operática.
Aquello del diario Bello Monte se transformaba en el aria de Monte
Bello. Con un trazado entre orgánico y totalitario surge el laberinto de
calles. Atrás quedó la claridad del damero. Su trazado enrevesado
siempre es fiel a la topografía pero no atiende nunca ningún signo que
le venga de la ciudad frente a él. Las pendientes peligrosamente
acentuadas del parcelamiento serán el desafío insoslayable a la pericia
ingenieril. Algo muy propio de la década. Se pierde primero al visitante
para luego sorprenderlo, a la vuelta de una curva, con el hallazgo unas
veces del fantástico panorama y otras de las aparatosas arquitecturas
de época. Una arquitectura “de especialistas”, aún hoy (1996) entre las
más frenéticamente formalistas de toda la ciudad.
Pero, ¿qué experiencia vendría para asistirlo en la planificación y la
construcción de su sueño, al que Caracas se abandona? Los cincuenta
fueron también la década de la inmigración europea a Venezuela,
especialmente mediterránea. Estos son los “especialistas”. Una multitud
valerosa de trabajadores que vinieron a reconstruir sus vidas, y que,
haciéndolo, lo primero que reconstruyeron fue su propia ciudad
fragmentada.
El promotor empresario elabora con ellos las tipologías de la mirada
belmontina: Lombardini le diseña “Caurimare”, su casa-conservatorio
montada “en un pico de ésos”, una casa tan “absurdamente grande que
hicimos muchos grandiosos conciertos, a veces hasta de cuarenta
músicos”; Niemeyer, otro aficionado a los barrancos, idea el
anteproyecto de un Museo de Arte para Caracas, una pirámide invertida
que descansa incomprensiblemente estable en el borde de un barranco
sobre su mínimo vértice; construye en una cañada la Concha Acústica, “un
escenario al aire libre de condiciones acústicas excelentes”, para
celebrar sus festivales musicales; llama a un concurso internacional
para hacer la casa tipo de Bello Monte, cuya principal exigencia era que
pudiera colgarse de la más aguda de las pendientes posibles, y cuyo
proyecto ganador de José Miguel Galia, un pequeño prototipo “montado
como un nido de águila en un cerro”, es inaugurado con aire festivo
“para demostrar que se podía hacer”; así aparecen “las primeras cosas
fabulosas de Colinas”, las dramáticas villas en voladizo, con ecos de
Libera y de Scarpa, “aquellas casas que salieron guindando” en el
“Aunque Ud. no lo crea”, de Ripley; Palacios es también el mentor de
audaces proyectos de arquitectura que le encargaba a los mejores
arquitectos del país: Vivas hace el icónico paraboloide hiperbólico del
Club Táchira, Alcock el ondulante óbus de ladrillo de Altolar, Vegas
& Galia sus mitológicos edificios morochos...
La fuerza vital de esta obsesión, el formalismo arrollador de este sueño
de un caraqueño lo convierten inevitablemente en colectivo Sueño
Caraqueño imitado en toda nuestra suburbia. Desgraciadamente, de su
incomprensión, de su emulación torpe y de su desgaste, se desencadenaron
luego el abandono del valle, el escape del orden, y la amnesia de la
ciudad que teníamos... lo cual no desdice ni de la importancia de la
aventura belmontina ni del idealismo florentino de su promotor.
Publicado en: Arquitectura EL NACIONAL. Caracas, lunes 9 de diciembre de
1996; Peter Lang, Editor. Suburban Discipline. "The Hanging Suburbs".
Storefront Books No. 2. Princeton Architectural Press. New York, 1997;
Tulio Hernández, Editor. Veinte afectos para escribir la ciudad. "La
suburbia colgante". Caracas, 1998.
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